DIOS, LAS DOS Y
LOS DOS.
Llegaron con una sonrisa y una alegría cautivadora; eran luz
para la noche. Dios observaba. Dos hombres reiniciándose en la lucha, pero con
sus corazones rotos: uno buscaba estabilidad emocional, el otro intentaba olvidar;
ambos extrañaban, con sobrado cariño, su ayer familiar.
La hermana mayor de la deseada por el primero era una
ilusión para el segundo. Ambas, genuinas y bien criadas, estaban unidas más por
su luto paternal. Los dos estrenaban la camisa gris, hecha con el más pesado
hilo de plomo; su luto marital contenía incertidumbre.
Los caballeros ya compartían confidencias. Las damas solo
buscaban piedad, atención, amor y felicidad. Las dos se hacían tres, sumando a
su visible hermana: su profunda amistad.
Ellos no anhelaban una liberación superficial; buscaban
refugio en las cuevas del amor. Ansiaban nuevamente amar, poseer amantes
irremplazables: ¡hasta el final! La dignidad adornaba la hermosura de las dos.
Los galanes depredadores no desearon aquella noche seguir
robando corazones; ansiaban entregar los suyos. Permeaban exclusividad,
deseando ser amados para amar más allá del sudor.
Las copas llegaron con la seducción en sus formas. Brindis
pretendientes se cruzaron, y las miradas cautelosas revelaron el coqueteo.
Invencibles, las damas imponían su cortesía. Lo censurado no sucedió: cuatro
libres, sin excesos, mientras la noche intensa avanzaba.
Uno era independiente a la fuerza y sin enterarse, por un
ardid ejecutado desde la distancia. La dama esperaba la propuesta de aquel
luchador de vientos extranjeros y, ahora, de brisas tibias de temporada: las
cálidas costeñas guayaquileñas.
Cuatro protagonistas ensayaban una obra de teatro: un novel
renegado y un divorciado honesto, dos conquistadores natos, junto a las dos
hermosas damas consanguíneas. Escena en el primer acto, título del guion:
Vulnerabilidad. Segundo acto: mujeres bellas adornando una noche de melancolía
con alegría y copas, para ese par de anhelantes, ahora deseando vivir la gloria
dentro de ellas.
Los secretos aún no se develaban, mucho menos compartidos
con las novicias princesas del austro; solo eran de ellos. Uno desesperado,
pisando los cuarenta; el otro, resignado antes de sus cincuenta. Las dos
hembras profesionales solo buscaban seguridad, cuidado y amor cerca de sus
treinta.
¡Espléndidas deidades!
La dinámica de la seducción, las jóvenes radiantes,
exquisitamente la cuidaban. Las tensiones pedían una rosa libertad, pero no se
podía por su honor, aun siendo una noche mágica donde Dios observaba
discretamente.
Para una de ellas, era prohibido. Nada cambió más allá de
una delicada admiración que nació sutil. Pero entre el otro y la otra floreció
una ternura eterna, como una llama que nunca se apaga.
Al final, el amor triunfó en silencios profundos, sin
necesidad de gritar su victoria. En el rincón opuesto, la traición no emergió,
dejando intacta la confianza. Fue una historia de cuatro, pero solo dos
elegidos continuarán escribiéndola con promesas y sueños nuevos.
Bendita noche de gentileza, de propuestas y un “no puede
ser”. Dos adioses y una bienvenida “al profundo amor y a los proyectos”.
Así, más tarde, a dos manos los unieron los anillos de oro
sin sacerdote, y pronto vino su amoroso eslabón infantil. En los otros dos: un
cariñoso e inolvidable “adiós”.
Al final, Dios decidió. Buscó su “libro de los destinos”, el
libro de las buenas y abnegadas almas, donde el amor y el respeto eternos son.
No escribió razón, solo esta historia sin renombrarlos.
En el paisaje nocturno: dos mágicas mujeres, dos expertos
descubriéndolas; y el Mago Eterno cediendo y manifestando su auténtico amor
cual aurora boreal…
Con sus ojos tiernos, asintiendo con su divina sonrisa y
evitando más prefacio, el Creador decretó:
¡Merecen ser felices!
Franz Alberto Merino Dávila
P.D. Los nombres los ponen ustedes.
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